Aquel hombre me fascinaba. Nos fascinaba, de hecho, a todas las practicantes, y quizás a todas las mujeres de la oficina.
Pasaba por los pasillos como una bala, siempre ocupado y siempre con una o dos personas persiguiéndolo con papeles para pedirle una firma o alguna revisión de algo y a mí me gustaba pasear después despacio por los lugares por donde había pasado para poder aspirar el discreto aroma que su loción dejaba por donde él había estado.
Era un hombre relativamente famoso en su campo profesional y todas nos emocionábamos como niñas tontas cuando le hacían alguna entrevista por radio, televisión o en el periódico. A pesar de que yo decía que no coleccionaba sus apariciones en los periódicos, un día me sorprendí cuando abrí un cajón para guardar mi último recorte y darme cuenta de que sí guardaba esos pedazos de papel desde hacía más de un año. Y encogiéndome de hombros, pensé que si ya los tenía, quizás debería organizar un gran y formal álbum en su honor.