Candela Díaz no había tenido una vida fácil desde pequeña. Ni desde pequeña, ni desde joven, ni en su adolescencia. Ni siquiera en su juventud. Y eso no sería todo. Ahora estaba sentada en un sillón de piedra, en una plazoleta, frente a la playa, con un sobre amarillo que la detective privada le había dado.
Habían quedado en la calle Larios de Málaga, donde la detective tenía su oficina. Había pagado, habían hablado, y ahora estaba sentada en la plazoleta, donde las palomas campaban a sus anchas.